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Buenaventura se quema
septiembre 09 de 2014
por Julián Vivas Banguera
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Ilustración: Juan S. Arciniegas
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Ahora nada pasa por su mente. Los gritos de madres desesperadas que ruegan por ayuda no se escuchan en su cerebro, y mientras su cuerpo inconsciente respira el  aire que aún no calienta el fuego, Nayibe vive y llora en su desconsuelo.

 

Quién iba a pensar que las primeras horas de aquel 1 de abril  del año 2014 para más de treinta y cinco familias del violento barrio Santa Fe, en el álgido y humeante Buenaventura, se volverían las más trágicas de sus vidas.

 

Relata Carmen, una de las antiguas habitantes del sector, y también afectada, que horas antes del suceso todo parecía estar igual. A las siete en punto se cerraron las puertas del vecindario, algo habitual desde que la violencia se convirtió  en el pan de cada día de este puerto, que aunque recibe más del 40% de los ingresos económicos del país, desde hace más de veinte años pareciera no saber qué es el progreso.

 

Eran exactamente las dos en punto cuando todo se nubló, y mientras Nayibe era despertada por incesantes voces que gritaban “¡incendio incendio!”, un barrio entero a las orillas de baja mar se quemaba  por completo. Calles flotantes hechas con longevas tablas de madera, sobre las cuales había que mantener un equilibrio constante, ahora ya no eran nada, aquellos techos tambaleantes de metal y plástico que protegían de la lluvia cotidiana se habían esfumado, ya solo quedaban a la vista de todos, negros llorosos rostros rogando por socorro.

 

Fueron horas de angustioso pánico, atrás se quedaron los objetos e ilusiones de casi todo un vecindario. Aquellos inmensos parlantes que el viejo Juancho había comprado semanas atrás fruto de un viaje de pesca, o el nuevo juego de muebles color naranja que le habían regalado sus hijos a Doña Eustaquia, después de haber conseguido plata tras una “vuelta”, se habían ido a la basura.

 

En otra parte, ¡Roberto!, ¡Roberto!, gritaba Marcela, mientras buscaba angustiada a su abuelo debajo de las llamas que aún no habían acabado con su casa de mimbre; al frente,  Ramiro salvaba aquellas cosas que podía recoger y jugaba tiro al blanco con su canoa, usando como flecha esa vieja licuadora que logró rescatar, aunque ya no tenga lugar donde cocinar.

Mientras tanto, a tres casas a la izquierda de la del pastor Riascos, Nayibe no asimilaba lo que estaba sucediendo, pasmada, sin sangre fluyendo por su cabeza, permanecía estática observando cómo todo por lo que había luchado por más de quince años se esfumaba en pocos de minutos.

 

Jimmy, su marido, padre de sus cuatros hijos, y de uno más fruto de una momentánea infidelidad, asustado por no ver a su mujer reaccionar la empujó hacia el salvaje mar para lograr salvarla, y mientras luchaba por mantener a su familia con vida, veía cómo caían las tablas incineradas y  el televisor de treinta pulgadas comprado hace semanas.

 

Aquellas espeluznantes horas pasaron más lento de lo deseado, mientras los habitantes esperaban un desvalijado cuerpo de bomberos que no pudo atender eficazmente el incendio por la falta de hidrantes en la zona, información que corrobora el comandante José Hernando Herrera, quien hoy reclama a los miembros de Hidropacífico, empresa prestadora del servicio de acueducto en el Puerto, una mayor cobertura hidráulica  en la zona, porque de  no ser por la ayuda prestada entre vecinos con ollas llenas de agua salada, la tragedia hubiera pasado a mayores.

 

Horas después, mientras la ciudad y los medios nacionales se conmocionaban por la noticia, Nayibe Alomia, o la negra, como le dicen sus hermanos, lloraba su tragedia y confesaba a su angustiada madre, con la voz temblorosa: “pensé que me iba a morir con mis hijos, mami, en serio lo pensé”.

 

Ahora, mientras vive de posada en una casa que cuida,  junto a sus cuatros hijos: Kevin, Tairi, Yulissa, y Andrés Felipe. Nayibe recuerda a su hogar de quince por veinte metros, con tres habitaciones separadas por páneles de madera,  juego de sala y comedor que combinaban, la nevera, ese gran equipo de sonido que había conseguido con tanto esfuerzo, y todas aquellas cosas por las que trabajó durante más de ocho años vendiendo productos cosméticos  puerta a puerta, y de las que ahora solo quedan las cenizas que transitan en la marea.

 

Andrés Felipe, el hijo menor de Nayibe, todavía recuerda con llanto aquella bicicleta por la que había pataleado y de la que ahora solo queda las llantas incineradas. Mientras tanto, sus hermanas traumadas por aquel trágico suceso, no superan la pérdida de sus muñecas, y Kevin, el mayor, llora en compañía de sus padres la monumental tragedia, a la espera de un subsidio que daría la Alcaldía Municipal y TCBUEN (Terminal de Transportes de Buenaventura) a las víctimas, dineros que fueron entregados al presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio, y del cual, presuntamente, “hoy no se sabe absolutamente  nada”, aunque las bandas criminales de la zona hayan montado una tienda improvisada con lo que se presume sean los víveres de ayuda.

 

Por otro lado, hipótesis van y vienen sobre  las causas del incendio. Martina, moradora del sector, supone que todo fue culpa de una “tabaquera” o bruja de la zona, quien en uno de sus constantes rituales paganos para proteger a los sicarios de su misma muerte, había dejado una veladora encendida que habría generado aquel fuego del que poco logró salvarse.

 

Aun así, las autoridades todavía no se atreven a develar cuál fue la causa del siniestro, presumiendo una falta de recursos para realizar las investigaciones pertinentes al hecho.

 

Por ahora, a Nayibe solo los recuerdos logran aturdirle sus sueños, pesadillas incesantes que no se esfumaron con el fuego llenan sus noches de ansiedad, y aunque no sabe qué vendrá y qué será de su vida, la consuela  escuchar a sus hijos  cantar al son de las olas del mar este currulao premonitorio y  ancestral:

 

Buenaventura se quema,  ¡ay agua!

 

¿Hay agua?, no hay agüita

 

Agüita de mar, ay se va

 

Ay se va a quema…  

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