Cementerio de flores

Cuando era pequeña le tenía miedo a la gente que le faltaba un brazo o una pierna, solía pensar que Dios los había castigado por portarse mal. Con el tiempo, pasan cosas que hacen ver normal lo que muchos tememos.
No logro acostumbrarme.
Aún tengo recuerdos de una película post-apocalíptica muy antigua, en la que la protagonista tenía que ir a cazar ardillas con su mejor amigo para que su hermana pudiera comer. Mantuve la idea de que si el mundo llegara a acabarse y algunos humanos tuvieran la fortuna –o el infortunio- de vivir, yo iba a ser como ella, incluso ahora me peino con esa trenza que ella siempre llevaba.
Las cosas han transcurrido diferentes.
El meteorito cayó en el océano pacifico. Era tan grande que reordenó los continentes, formando una especie de Pangea. Después de siglos separados, ahora eran sólo uno.
Mi mamá sabía lo que iba a pasar mucho antes que cualquier persona. Trabajaba en una organización astronómica que se dedicaba a predecir este tipo de cosas. Duramos un año entero escondidos allá abajo.
Nos refugiamos en un espacio no habitual.
Mi mamá y dos amigos científicos suyos hicieron investigaciones desde el búnker. Nos daba miedo salir, pero cuando tuvimos la idea de que todo estaba volviendo a la normalidad allá afuera, tomamos valor y subimos.
La vegetación cubrió todo lo que conocía como ciudad. Había cuerpos de personas quemadas, en avanzado estado de descomposición, envueltos en maleza, y en algunos casos, las flores hicieron de las suyas y parecía que hubiera vida después de la muerte.
Personas que sobrevivieron y decidieron enfrentar el nuevo mundo, ya habían formado pequeñas comunas en la que se compartían alimentos y charlaban sobre sus vidas cuando eran completas.
Nos sentamos alrededor de una fogata, un hombre estaba tocando la guitarra y todos cantábamos canciones de años atrás, de cuando lograron tumbar el muro que un político corrupto de Norteamérica impuso durante su mandato y de cuando quien buscaba el fin de la guerra, ganaba un Nobel de paz. Se sentía calma estando allí sentada viendo las sonrisas de todos, la noche hacía juego con nosotros y pequeños puntitos amarillos venían y se iban en el cielo.
El de la guitarra dejó de tocar, asombrado por la criatura que alumbraba intermitente.
Escuché que una mujer dijo que era una luciérnaga y que la especie se declaró extinta hace tiempo. Estábamos tan distraídos que no vimos la lluvia de asteroides que venía hacia nosotros. Uno de los amigos de mi mamá logró alertar al grupo. Todos empezaron a correr sin rumbo fijo. Yo no podía encontrar a mi mamá, y tampoco a los amigos de ella. Empecé a correr detrás del hombre de la guitarra, y el resto del grupo comenzó a seguirnos. Escuché la voz de mi mamá a lo lejos y me detuve. Traté de identificar de dónde venía su voz para poder ir con ella. Cuando pude verla, un asteroide impactó justo en su cabeza. Mis rodillas se fueron al piso y mis manos a la cara. Alguien gritó mi nombre, giré la cabeza y el hombre de la guitarra me estaba haciendo señas para que fuera con él. Me levanté con cautela, y caminé.
Trató de ayudarme a bajar al búnker, pero en lugar de una mano, me ofreció un muñón. Vi la prótesis. El pánico se apoderó de mí y no entendía por qué estaba caminando hacia atrás y el guitarrista manco me estaba cerrando la puerta en la cara, mientras gritaba maldiciones.
Un asteroide del tamaño de un balón de futbol impactó en la puerta, quedó intacta, pero yo no. El asteroide me había atravesado. Empecé a oler carne quemada y el resto lo olvidé.
Sólo espero que las flores se apoderen de mi cuerpo cuando esté descompuesto.
Por: Jimena Agudelo