Inercia

Ilustración de: Alejandro Salgado
Gustavo, un hombre con 1.70 promedio de estatura y poca proporción de masa muscular. Poseía la fuerza suficiente para levantar un cuchillo y llevar a cuestas harapos sucios dentro de una bolsa roja. Esa noche tenía los ojos irritados, estaban revolcados en una mezcla de nerviosismo y frialdad; los labios, secos a causa del aire álgido se escondían entre su barba desordenada, parecía carente de ellos. El cabello, reseco y desordenado con una que otra cana, daba indicios de su edad. En esa ocasión, usaba un pantalón azul manchado con tinta marrón, que después sería rojo a causa del charco de sangre donde cayó arrodillado después de forcejear brutalmente con aquel hombre. Este, asesinó a Juan en la esquina de la calle donde nunca funcionan las farolas.
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Por la calle que dirigía al parque La Libertad, caminaba desconfiado un hombre joven, quien reducía la velocidad en cada esquina, con temor de encontrar a alguien inadvertido. Usaba traje y corbata, llevaba un portafolio en su mano y un anillo de compromiso en su dedo anular.
Más adelante se encontró con un hombre y Juan, sin mirarlo agilizó el paso y siguió caminando por el pavimento aún limpio.
—Por qué tanta prisa joven— replicó Gustavo levantándose rápidamente del andén donde había estado por horas. — ¡Respóndame— insistió, pero no consiguió respuesta.
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El hombre de barba desordenada, había estado esperando a Juan por más de tres horas, era el blanco perfecto, y después de varios metros persiguiéndolo, lo agarró bruscamente de la corbata y lo tiró al suelo, lo arrastró por la calle hasta el punto donde ya los quejidos de Juan no se sentían tan letales. Lo golpeó desaforadamente y como un bulto, emprendió a hacer agujeros en su cuerpo con el cuchillo. Convaleciente, aún sin reaccionar, no soltaba el maletín y Gustavo al notarlo, con la ayuda del cuchillo desgajó la muñeca que lo sujetaba, la lanzó con rabia y luego se dio cuenta de lo efectuado. Su semblante cambió, pues Juan no hacía nada para defenderse, estaba tan inmóvil que a pesar de que estaba vivo, cerraba los ojos como queriendo disfrutar sin ninguna queja.
Gustavo se detuvo y con las manos ensangrentadas se tapó la cara y por un momento reaccionó, tenía miedo. Recogió la mano, la guardó en el maletín y de la corbata arrastró hacia la calle carente de luz a Juan, aún sin objeción.
La muerte de este hombre había ocasionado la catarsis en la mente del simple ladrón, había logrado que Gustavo se sintiera en piel por un momento, y desapareciendo el arrepentimiento, sacó la mano derecha de una mujer con el mismo anillo de compromiso de la bolsa roja y las juntó dentro del maletín.
Por: Andrés Galeano