Instinto

Adentro, cerca del pulmón derecho, encuentras una puerta de madera y bronce. Tiene dibujadas calaveras, aves y serpientes, son pocas las personas que pueden entrar allí. La puerta lleva a un mundo desconocido, donde se esconden los demonios más temibles, criaturas salvajes que nunca han salido a la luz del sol, unos llevan garras desproporcionadas, tentáculos en la cara y ojos amarillos para poder ver en la oscuridad. Otros solo llevan dos agujeros negros en vez de ojos. Unos son negros, otros rojos y algunos azules. Huelen a muerto, a sangre, a azufre.
En total no es un solo ser el que habita nuestro cuerpo, son cientos, quizá miles. Cada uno son nuestras pasiones, nuestros instintos. También hay un ser supremo que todo lo ve y al parecer todo lo puede, y éste trata de controlar a las criaturas.
Estos seres (si es que se les debe llamar así), son agresivos, buscan siempre salir. Por lo menos sacar la cabeza, un pie, una mano, pero nunca lo pueden hacer. Lo único que logran (a veces) es que su voz que suena como tornado, que no es una sola voz, son varias mezcladas en una; entre hombres y mujeres, animales y bestias inconcebibles por nosotros salga y desconcierte. Pero entonces aparece este ser poderoso y los amansa, los encierra.
Ellos luchan, no le temen totalmente a ese dios. Lo desafían y, a veces en un complot organizado por varios donde cada ataque está organizado y planeado. Unos deciden revolver las emociones, los otros avanzan por la garganta y tratan de salir, los demás esperan ansioso mientras causan estragos en nuestro interior. Y todo para recibir un poco de luz exterior, para tomar el control del cuerpo unos minutos. A veces horas.
En algunas personas, los demonios tomaron el control por completo, ya no hay dios que valga. Actúan como ellos. Ya no son ellos quienes hablan sino estas criaturas, ahora sólo son envidia, vanidad, rabia, a veces todos juntos. Pero sin embargo, logran permanecer en calma (casi siempre) y caminar entre dioses pareciendo uno más, ya estos entes son tan astutos que no se dejan percibir ni por más astuto o “poderoso” de los demás dioses. Otros en cambio, cada día tratamos de seguir siendo dioses, y, cuando un ente de estos (que son nuestra otra cara), trata de asomarse, nos acordamos que la batalla no ha parado, nos convertimos en dios al tomar el control de nosotros mismos y mandarlos de nuevo detrás de la puerta de madera donde se supone deben permanecer.
Caminamos al ropero. Tomamos esa camisa con la que siempre nos vemos bien, recogemos el cabello o lo acomodamos hacia algún lado. Los jeans azules ajustados siempre combinan, las botas de suela ancha nos dan dos centímetros más de estatura y ahora somos un poco menos mortales. Nos damos el último vistazo en el espejo antes de salir, nos echamos alguna colonia para quitar el hedor demoniaco. Sonreímos y sentimos que los hemos vencido una mañana más. Los demonios aparentemente duermen. Salimos a la calle como el falso intento de dioses, como la “versión buena” de nosotros.
Caminamos, nos mezclamos con los demás mortales que juegan a ser dioses. El Olimpo se deja ver cada día, mientras vamos por la calle hacia nuestros destinos, cuando buscamos un café o saludamos a nuestros amigos. Todos somos dioses, cada uno domina la palabra, el arte, el sexo o el amor, la inteligencia o el perdón. Pero dentro de cada uno la guerra no ha parado. El mal cobra fuerza y se alimenta de nuestras entrañas. Juega con nosotros.
Con el caer del día sus fuerzas se han gastado intentando salir, y, ahora duermen. Dormimos todos juntos. El dios descansa y los demonios parece que lo respetan. La noche es sagrada para todos, nuestros cuerpos que en el día son una campo de batalla que sangra en sus adentros mientras luchan por recibir un poco de la luz exterior ahora es un campo santo. No hay héroes ni villanos, no hay dioses ni demonios que se enfrenten. Todo es paz, todo es calma. Parece que no somos nosotros, parece que la noche logra adormecer la guerra que tenemos todos los días. Todo el tiempo.
Por: Milena M. Mora