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Santo Tomás, el pueblo en el que llovió sal

 

La historia que conocerá a continuación la encontré hace nueve años en la hemeroteca de mi abuela; era uno de aquellos titulares que mi venturosa curiosidad no pudo ignorar: “Llovió sal en Santo Tomás”.  El enunciado se encontraba en la primera plana de la edición dominical de El Heraldo de Barranquilla del 22 de marzo de 1942.

***

Apenas amanecía cuando los techos de palma de las casas de Santo Tomás avisaron con el rugir de la lluvia una noticia que llegaría hasta los oídos del mismísimo Papa.

 

Flor Marina Pumarejo fue la primera aturdida por el olor marino que empezaba a tomar su rancho. El sonido rústico de las palmas golpeadas por diminutas piedras, la sorprendió aún más, -en Santo Tomás, un pueblo que compartía arreboles con Manaure, y saludaba al sur a Riohacha, que lloviera era inesperado- es por eso que en el momento en que sintió el murmullo de la sal en el techo, salió a la puerta de la casa para comprobarlo. Luego, confesaría a El Heraldo que “semejante maravilla sólo podría ser un milagro”.

 

Cincuenta años atrás cando Bayardo Nassar llegó con su familia en un barco que arribó al puerto de Maicao, con el propósito de crear el lugar más arábico que jamás hubiera existido en aquellas tierras, el pueblo solo era el bosquejo de un caserío Wayuu.

 

Bayardo era uno de aquellos libaneses que lo tenía todo, y se jactaba de ello. Su casa era un palacio cubierto por mármol africano transportado por esclavos desde Maicao; la residencia Nassar se alzaba a los cielos con la imponencia del mismísimo Alá. Un enorme portón que saludaba al alba y seis columnas de más de cinco metros de altura, complementaban aquel recinto que limitaba con la plaza y el mercadillo de frutas del pueblo.

 

Después de la llegada de los Nassar, Santo Tomás, nombrado así por los misioneros de Riohacha, no volvió a ser el mismo; agarró ese toque dorado de las ciudades libanesas y se convirtió en uno de los destinos principales de los árabes que anclaban en el puerto de Maicao.

 

Las calles del pueblo eran diferentes a las del resto de la Guajira. Las fachadas de las casas poseían una orfebrería dorada que brillaba con los destellos del sol de las dos de la tarde. Y en la noche, las matronas dirigían sus mecedoras hacia el norte para recibir con ahínco la brisa.

 

Para ser tan deslumbrante, la verdadera ubicación de Santo Tomás era un secreto a voces; es por eso que cuando la noticia de que había llovido sal llegó a Barranquilla, se demoraron más de quince días en poder confirmarla.

 

El reportero que comunicó el milagro al mundo se llamaba Efraín Díaz Granados. Hace unos años lo llamé para comunicarle mi interés en dicha historia, y en el desvanecer de su memoria apenas recordaba algunos detalles; me dijo que el escepticismo fue su principal motor para hallar la primicia: “oye, que le digan a uno que en un pueblo llovió sal, y más que sea en la Guajira, nadie te lo cree. Pero la sola locura de que se inventaran semejante vaina, de por sí, ya era intrigante”.

 

Díaz Granados vivió en carne y hueso el milagro, y así quedó depositado en su crónica publicada en El Heraldo:

          “Bajaba el sol de cuarenta grados de Santo Tomás, cuando ilusorias nubes comenzaron a rodear la plaza. ‘Eso es normal aquí desde hace ya algunos días, ¿tiene cómo cubrirse?, la sal pega duro’, me dice Carmela Del Solar, una enfermera, mientras caminamos alrededor del pueblo. Desde que había llegado a este lugar de tonos arábicos, no había podido presenciar semejante acontecimiento, como un salero gigante, las cándidas nubes destilan sal por doquier, el sonido que tienen las diminutas rocas al tocar la tierra es inconfundible, como si pequeños balines cayeran desde el cielo para matarla. 

 

Mientras sucede el milagro, me resguardo en el palacio de los Nassar, una edificación que resalta en Santo Tomás por su imponencia, y los ornamentos en oro que la rodean. Desde aquel lugar privilegiado, veo a madres y niños correr a la iglesia de San Jacinto para protegerse de la inesperada lluvia salina. De nada servían los paraguas. A mi lado, de casi dos metros de altura, con una nariz prominente y sonsonete arábico, Bayardo Nassar me saluda, luego acentúa con una sonrisa “¡Qué maravilla!” para posteriormente perderse en la muchedumbre que busca resguardo”.

 

La noticia de que había llovido sal en Santo Tomás, tuvo tanto impacto en el caribe y sus alrededores, que El Espectador la publicó tres días después en su diario, mientras decenas de reporteros y políticos del país se aventuraban a aquella tierra desconocida de la que lo único que sabía era que había ocurrido un milagro.

 

Después de que el mundo conoció la noticia, el pueblo se convirtió en un destino turístico formidable; al menos una vez a la semana era común despertarse con el rugido de los troncos de sal que golpeaban los techos de las casas, y sorprenderse con las montañas blancas que cubrían el pueblo al final de la tarde.

 

Tal fue el misterio de dicho milagro o fenómeno climático, que los  misioneros del pueblo dieron aviso a través de una carta del nuncio apostólico al mismísimo vaticano de dicho suceso, clero que tomó como una noticia esperanzadora aquel fenómeno en plena segunda guerra mundial.

 

Es por eso que cuando el Papa Pio XII respondió la epístola, el grupo de misioneros en Colombia decidió volver a Santo Tomás paradójicamente, una tierra santa. Lo que pareció ser más una maldición que una alegría.

 

Por ciento veinte días esparcidos a lo largo de un año, según afirmó la gobernación de la Guajira de aquella época, llovió en Santo Tomás; cada semana decenas de familias se mudaban a Manaure para acabar con su maldición y alejarse por fin de la maleza en la que se había convertido su tierra.

 

Bayardo Nassar, era de los pocos que se resignaba a marcharse de la pequeña Beirut, misma que sepultada bajo tres metros de sal, había perdido aquella magia de los días idos. Vivir en Santo Tomás se convirtió en una tortura. Mientras más sal caía, el pueblo desaparecía: el mercadillo de frutas, la plaza, la iglesia, las casas que brillaban bajo el sol del mediodía, quedaron sepultadas bajo inmensas montañas blancas.

 

Los Nassar finalmente abandonaron el pueblo el 30 de abril de 1944, cuando ya lo único que quedaba era el espejismo de que alguna vez existió el lugar más arábico y encantado sobre aquella tierra naciente llamada Colombia.

 

Hace dos años viajé a la Guajira, y desde la lejana Manaure, abandonadas en el olvido, se ven reposar las ruinas del palacio Nassar; mientras a mis pies, un minero cavaba sin cesar en las ahora minas sal, sin saber que alguna vez allí existió un lugar llamado Santo Tomás.

 

 

-Julián Vivas; @_auscultar

Misioneros de Riohacha. El último de la derecha (de pie) es Fr. Carmelo. Fuente: http://ciudaddelosreyesvalledupar.blogspot.com/

 

Palacio de Bayardo Nassar, Santo Tomás, Guajira, 1942. Fuente: carlosorlandopardo.blogspot.com

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